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En pana empezó como un cuento en el que alguien nunca aprende a manejar y se queda solo. Los primeros cuatro o cinco fragmentos estuvieron durante algún tiempo tirados por ahí; después, ciertos peligrosos episodios peatonales me hicieron volver a él con una pregunta acerca de los autos como hostiles habitantes urbanos, sobre los cuales ese alguien —que se queda solo— no tenía control alguno. Esa extrañeza me pareció, y me parece, mejor material para un ensayo que para un cuento: si tú quieres, la pregunta por la subjetividad efectivamente rodeada de objetos incomprensibles (el narrador de Perec, en Las cosas, diría: inalcanzables). Eran, y son, varias las preguntas, pero por lo menos dos certezas, eso sí, habían en todo esto: nunca voy a aprender a manejar y tampoco voy a largarme con una novela; estas dos certezas se relacionan porque ambas tienen que ver con un camino (por muy corto que sea) y con un saber manejar(se), aunque de vez en cuando te pierdas (o eso dicen los novelistas). Pero, como siempre ocurre cuando uno se mete en un lío, lo terminas hallando desplegado en cualquier parte, ¿no te pasa?: en la frase callejera, en el grito de un amigo, en una película, en un poema. Hacia donde yo mirara, fuera o dentro de la casa, fuera o dentro de los libros, y por supuesto en la biografía, estaban los autos, las micros, los atropellados, o cualquier mínima cosa relacionada con ellos. Esos «espacios», ir hacia ellos y abandonarlos, creía yo, eran los desvíos ideales para no escribir una novela. Bueno, seguramente me equivoqué. Pero créeme: aún extraño ese cuento no escrito.